
Cinco minutos, nadie a la vista
Hay ocasiones, muchas, la verdad, en que el puro acto de respirar se me hace un mundo. Son esos momentos en que la angustia, el terror mental difuso, el cansancio…todo aquello que me constituye más allá de lo “racional” me dominan y ni siquiera la medicación para las emergencias sirven para contenerme.
En esos momentos sé de una manera enloquecida que la mejor forma de restablecer mínimamente los fusibles es retirarme a mis cuarteles de invierno y ser consciente de que si no soporto a la gente y no puedo pensar más allá de los próximos cinco minutos y me importa casi todo un ardite no es porque sea un bicho raro. Es sencillamente que la Fátima que parece poder con todo no puede una mierda con casi nada y está trepando por la alambrada electrificada de su mente donde con luces de neón rojas pone DANGER y va a estallar de un momento a otro.
Es en esos momentos donde soy plenamente consciente de la inmensa imbecilidad de que quien quiere puede y que soy una persona enferma de cojones, literalmente. Habitualmente dentro de mis muchas carencias intento operar de manera lo menos problemática posible para los míos pero eso sólo lo palpo cuando estoy exhausta y el cuerpo decide que no funciona y que me ponga como me ponga no va a seguirme.
Y ya no explico nada, sin más. Quien me conoce sabe que estoy en ese extraño lugar donde no puedo poner de mi parte y que lo mejor es aceptar que soy así, sin preguntar y sin intentar entenderme.
Soy así.


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